El Soldado de Invierno: La caída de Hydra

Sin título-13.

Aquella noche no podría ir peor. Podría haber elegido cualquier otro día para ir a por la doctora, pero no. Estaba tendido en una azotea frente a su casa, empapado de pies a cabeza y luchando por no estornudar y así delatar su posición. La mujer con la que vivía había salido de la casa, y él había aprovechado para colarse en la casa tras tumbar los sistemas de seguridad, gracias a Stark y sus juguetes, pudiendo así investigar las zonas en las que llegado el caso, su objetivo podría usar para esconderse. La verdad, tenía una casa bastante austera. Pero había algo en ella que incitaba a entrar por su aspecto acogedor. Era un hogar. Algo que no había tenido desde que se fue a la guerra, porque ya fuese para un bando u otro, le utilizaban para lo mismo. También había descubierto que aquella casa no utilizaba electricidad normal, sino que un generador p
arecido a los que Stark había inventado para llevarlos a la periferia y hacer que las familias más pobres pudiesen tener al menos luz, ya que la energía de la torre salía del reactor ARC.

Desde que supo que Hydra puso en el punto de mira a aquella mujer, no le quedó más remedio que avisar a sus verdaderos aliados, los Vengadores. Esa panda de perdedores, que se escondía en una torre más pequeña bajo las ruinas de la verdadera Torre Stark para que Pierce no les localizase, tenían que recurrir a él para que secuestrase a la niña asiática bajo las narices de Hydra para llevársela a ellos. Pero, al tratarse de una misión delicada, decidió darle la información antes a Furia, quien le indicó que no avisase a los demás por si algo salía mal. Su trabajo, de golpe, se había vuelto más interesante y mortal de lo que jamás hubiera podido soñar. Pero, ¿le ayudaron? Ojalá, pensó con resignación al recordar los tranquilizantes que tenía en el bolsillo. Él tenía datos suficientes de ella como para que los Vengadores se los hubiesen pedido y así meter el tranquilizante suficiente para la poca cosa que era la doctora. Pero no. Le dejaban el muerto a él. Y, lo peor de todo, sabía que le iban a echar la bronca porque en Hydra solo había tranquilizantes para hombres grandes y fuertes, no para personas enclenques como la doctora. De ahí a que llevase escondida una jeringa con epinefrina, para contrarrestar los efectos del calmante para caballos que le iba a disparar.

Sin saber exactamente a qué hora llegaron, las dos mujeres entraron finalmente en su campo de visión y ametralló el rifle, preparándose para disparar. El objetivo salió de su campo de visión, quedando solo la mujer que la acompañaba, quien se fue a la cocina a hacer la cena. La lluvia había parado y con ello, el aire podría hacer que su puntería fuese menos letal. Se había puesto en una posición desde la cual podía ver el generador y también gran parte de la casa. No mucho después, la mujer apagó el fuego una vez tuvo la cena lista, y pensó que ese era su momento para atacar. Al ver que se abrió la ventana de la cocina, se puso las gafas de visión nocturna y primero le disparó al generador, consiguiendo dejar la casa a oscuras, y, acto seguido, disparó a la mujer que se había asomado a la ventana casi como si hubiese visto la bala abandonar el cañón del rifle. Dos tiros certeros en el pecho y en la cabeza hicieron que aquel cuerpo cayese hacia atrás y escuchase un leve sonido metálico. Plegó las patas donde había estado apoyado el rifle y puso un gancho que iba atado a su cinturón, en el borde de aquella azotea, saltando casi acto seguido. El suelo se acercó a él con rapidez y medio flexionó las rodillas para amortiguar el impacto. Ese tipo de movimientos los había realizado cientos de veces, lo que le permitía pensar en otra cosa, como por ejemplo, dónde se escondería aquella mujer. Había pocos armarios en la casa, pero eran lo suficientemente grandes como para que ella cogiera en alguno de ellos.

Una vez en el suelo, recogió la cuerda metálica y el gancho, y se dirigió a la puerta de entrada, la cual apenas tuvo que forzar porque no habían echado las llave No se iba a molestar en andar de manera sigilosa por la casa porque ya se sabía de su presencia, así que primero rastreó la cocina por si había ido a ver a su compañera, y, al escuchar pasos acelerados a lo lejos, supo hacia donde se había dirigido. Si algo tenía que agradecer a sus muchos años de entrenamiento, era la memoria visual, puesto que solo le había hecho falta una primera inspección para recordar casi a la perfección el plano de aquella pequeña casa. Se encaminó hacia el dormitorio y la vio buscar de manera frenética algo en el primer cajón de la cómoda. Y entonces, recordó que cuando se coló en la casa la había registrado a conciencia en busca de armas, encontrando así la pistola del calibre 22 justo donde ella la estaba buscando. Desenganchó la linterna de su cinturón y la encendió de manera que la luz diese de golpe en sus ojos, impidiéndole así que le viera. Dejó el rifle a un lado para poder enseñarle la pistola.

“¿Buscas esto?” Estaba temblando visiblemente y, pese a que quiso hacer aquel secuestro más llevadero para los dos, no le fue posible. Si por algo se caracterizaba era por ser profesional, y que ella pareciese estar a punto de hacerse sus necesidades encima por culpa del miedo a morir no iba a dejar de ser intimidante. Al fin y al cabo, ese era su trabajo. Al ver que ella se quedaba en shock unos segundos, se guardó la pistola otra vez y volvió a coger el rifle, apuntándola directamente al pecho, pese a que no iba a dispararle ahí.

“Si vas a matarme, que sea rápido. No pienso colaborar con Hydra”

“Como quieras”

El dardo tranquilizante impactó en su hombro y, gracias a sus rápidos reflejos, tiró el rifle y caminó a grandes zancadas hacia ella para agarrarla del brazo y evitar que se cayese de bruces al suelo, evitando a la misma vez que le doliese el cuerpo por culpa de aquel impacto al despertar. Como no había conseguido un dardo tranquilizante menos potente, quiso minimizar en la medida de lo posible los efectos. Por eso, la cogió en brazos y la acostó en la cama. Apagó la linterna dejándola sobre la mesilla, estiró uno de sus brazos y con un cuidado que no sabía que poseía, le inyectó con una hipodérmica la epinefrina que se había encargado de conseguir. Quizá la dosis de tranquilizante no fuese la idónea, pero dado que quería dejarla con vida y no matarla, había pagado una suma cuantiosa de dinero a un médico para que le preparase una jeringa con la dosis necesaria, teniendo en cuenta su peso aproximado, para evitar sustos.

Una vez terminó de inyectarle aquella sustancia, se separó del cuerpo inerte y caminó hacia el cuarto de baño. No podía llevarla al laboratorio desnuda a menos que quisiera llevarse una bronca que seguro le iba a caer de todas formas, por lo que cogió la toalla y la ropa y caminó de vuelta hasta la habitación. Solo hubo dos ocasiones en las que le había tocado vestir al objetivo, y, aquella noche, se iban a convertir, como mínimo, en tres. Dejó la ropa a los pies de la cama y, con una mueca de resignación, empezó a secar su cuerpo sin mucha delicadeza pero si con eficiencia. No quería que su piel estuviese húmeda a la hora de vestirla porque la tarea se convertiría en algo engorroso. Mientras la secaba, dejó que su mente se fuera hacia otros lados menos agradables, como la tarea que le esperaba al salir de la casa, para evitar que su conciencia le diese en el culo por tener pensamientos indebidos con un cuerpo que podría pasar perfectamente por muerto. Hacía demasiado tiempo que no estaba con una mujer, y, aunque la doctora Byron no fuese su tipo, no era piedra.

Cuando terminó de secarla, cogió las bragas y, uno a uno, fue metiéndole los pies por la abertura correspondiente. Le flexionó las piernas para que la prenda se deslizase con más facilidad por su piel. Cuando ya no pudo subirlas más, coló una mano por su espalda, la llevó hasta el final de la zona de las lumbares y consiguió así alzarle las caderas para terminar de colocarle las bragas en su sitio. Si fuese algún otro objetivo, aquella tarea la estaría realizando de un modo mucho más rápido y menos delicado, pero con ella no podía ser de otra forma. Su personalidad anterior le estaba gritando que con ella tenía que ser suave. Ella no era un objetivo de Hydra, sino de los Vengadores, y como tal, el modus operandi era diferente, a pesar de que la tarea fuese tediosa. Al no encontrar un sujetador entre las prendas que había traído del baño, buscó por los cajones que había contiguos a la cama, hasta que encontró lo que buscaba. Con cuidado la sentó dejando el sujetador entre sus piernas, y la sujetó de ambos hombros para intentar que adoptase una postura natural. Pero ante lo imposible que le sería el realizar su tarea, tuvo que poner la mano metálica en el esternón y dejar que todo el peso de la parte superior recayese en esta. Con la mano derecha cogió el sujetador, y, maniobrando sobre ella, consiguió colocarle y abrocharle aquella prenda que le había puesto por un aspecto psicológico: a más ropa, más seguridad cuando despertase. La parte superior del pijama se la puso acto seguido para aprovechar la posición, y después hizo lo propio con la parte inferior. Y, una vez la tuvo vestida, se alejó de ella para admirar su obra a través de las gafas de visión nocturna. Había hecho un buen trabajo. Pero se negaba a entretenerse con su pelo. Ya tendría ella tiempo en secárselo y arreglárselo una vez despertara y la dejasen suelta por la torre Stark.

Asegurándose de que todo estaba en orden, se encaminó hacia la entrada donde había visto que estaba su bolso. Para lo que iba a hacer a continuación, necesitaba tener su bolso. La puta a la que iba a matar, de preferencia con rasgos asiáticos, se tenía que parecer a ella, y necesitaba el carnet de identidad, para hacer que Hydra creyera que, efectivamente, había matado a la doctora Byron. Rebuscó por su bolso en busca del monedero, más por curiosidad que por otra cosa, y cuando por fin pudo sacar el carnet de identidad, enarcó una ceja. ¿La mujer a la que acababa de sedar tenía veinticinco años? Por su apariencia, pasaba perfectamente por una chica que acababa de salir de la pubertad. Pero él no era nadie para juzgar por las apariencias, dado que pese a que su aspecto rondase los treinta años, en realidad tenía noventa y siete. Lo volvió a guardar todo en el bolso y volvió a la habitación para coger algo de ropa para poder disfrazar de doctora a la pobre mujer que se cruzase en su camino y tuviese rasgos asiáticos.

Salió de la casa y, tras comprobar que en los alrededores estaba todo en orden, se puso la protección para ocultar el brazo que Hydra le había facilitado. Caminó hasta el coche y una vez dentro, podría conducir a los barrios marginales. Debido a su reciente asignación de misiones, para su desgracia, sabía perfectamente en qué zona iba a encontrar a la candidata perfecta para lo que necesitaba. Mientras conducía hacia allí, pensó en cómo acabar con la prostituta que iba a suplantar a la verdadera doctora Byron. ¿Un tiro en el pecho y otro en la cabeza? Desgraciadamente, ese método se estaba convirtiendo en su más reciente modus operandi, debido a su alta efectividad. Pero sentía que si seguía haciéndolo de esa manera, al final, terminarían relacionando los muertos con él, y, por tanto, con Hydra.

La casa de la doctora Byron no estaba muy lejos de los barrios marginales, por lo que en cuanto empezó a ver personas harapientas con expresiones de desesperación pintada en sus rasgos, decidió aparcar y continuar su búsqueda a pie. Ciertamente, cualquier persona asiática de aquella zona serviría para su misión. Pero, había un problema: era en esos momentos cuando el fantasma de su yo antiguo hacía acto de presencia y le recordaba qué se sentía cuando los remordimientos carcomían las entrañas por separar a una persona inocente de su familia. Sabía que el sesenta por ciento de los casos de las mujeres se dedicaban a ello lo hacían porque era el único medio para llevar dinero a sus casas.

Suspiró largamente en cuanto entró en la calle conocida popularmente como Molino Rojo. Recibía ese nombre porque parecía ser el lugar preferido de las mujeres para ofrecer sus servicios, y el de los ricos para pasearse en él con sus caros coches, dejando que fuese la desesperación quien les indicase quién sería la mujer afortunada aquella noche. Lo tomaban como una forma extraña de ser caritativos con las personas más necesitadas. Antes de que los remordimientos acudieran a él por ver aquellos rostros cansados y maquillados en exceso, decidió dejar de pensar y entrar en lo que denominaba ‘modo soldado’. De esa forma, conseguía que los rostros de aquellas mujeres, y el de sus chulos, no fuesen más que eso, simples rostros sin ninguna vida, ni familia detrás. Y, fue haciendo eso cuando la encontró. Era menuda, bien proporcionada al igual que la doctora; y se veía aún más devastada que las demás. Se acercó a ella, y sin dirigirle la palabra, le enseñó un fajo de billetes que previamente había sacado de la guantera del coche, y le indicó que le acompañase. La mujer, o adolescente, le siguió con los ojos puestos en el dinero, y, aprovechando aquello, se encaminó así de vuelta al coche, sintiendo como si dejase tras de sí una pequeña porción de su maltrecha y maldita alma. Mirándola a la luz de las escasas farolas que quedaban aún casi intactas, comprobó que se parecía más de lo que hubiese esperado a la doctora. Y que, lavándole la cara y peinándola, se parecería aún más. Por ello, en cuanto llegaron al coche abrió el maletero y sacó toallitas húmedas para que se limpiase la cara, agua y jabón para que se lavase como pudiera, un peine y una camiseta con sus respectivos pantalones que había encontrado en el armario de la casa de la mujer que permanecía inconsciente en la cama de su propio dormitorio. La prostituta estaba algo más delgada que la doctora, pero, aun así, pasaría por ella.

“¿Por qué haces esto?” La voz suave e indiferente de la chica llegó hasta él mientras esperaba de brazos cruzados detrás de ella.

“Porque necesito que estés aseada.” Utilizó un tono con el cual dejaba cerrada la conversación. Si ya sentía que aquel no había sido su mejor plan hasta la fecha, el que entablasen una charla, por pequeña que fuese, sería aún peor para él. Tuvo que esperar un par de minutos hasta que la chica sintió que ya estaba lo suficientemente aseada, habiendo gastado al hacerlo casi todo el agua que había llevado. Le resultaba fascinante cómo las personas, una vez lo habían perdido todo, perdían también su sentido de la vergüenza y la dignidad, permitiéndoles así tomar una ducha, un tanto extraña, frente a alguien. Se dio la vuelta, buscando su aprobación. Pero, antes de que ella fuese capaz de decir nada, sacó la pistola que pertenecía a la doctora y le disparó entre las cejas. Con aquel disparo, quería conseguir que su cerebro quedase inservible y que, por lo tanto, no pudieran extraérselo e intentar obtener así los conocimientos que requerían de ella. Se volvió a guardar la pistola y cogió aquel cuerpo inerte en volandas, metiéndolo en el maletero, el cual había dejado hecho un asco por culpa la sangre y las pequeñas partes del cerebro de ella que habían estallado cuando la disparó. De forma mecánica, cerró el maletero y se dirigió hacia el asiento del copiloto. Abrió la puerta y cogió el móvil para llamar a Pierce.

“El objetivo ha muerto.”

Las palabras de Pierce llegaron a él tras un momento de silencio en el que estaría maldiciéndole mentalmente. “¿Otro invitado muerto, chico? Con este ya van dos, y sus investigaciones podrían haber hecho que las nuestras sufriesen un gran avance hacia nuestro objetivo.”

“¿Qué hago con ella?”

“Siga el protocolo estándar. Y queda suspendido del servicio hasta nueva orden. No queremos que cause más bajas innecesarias.”

Tras aquella conversación, volvió a guardar el móvil en la guantera y se dirigió hacia la puerta del conductor. El ácido era la solución a todos los problemas de Hydra, y él, no iba a ser quien cambiase aquella metodología. Arrancó el coche y se dirigió hacia una fábrica abandonada donde había una pequeña piscina con ácido, fruto del abandono y deterioro de la misma. Si aquella fuese una película de terror, la chica muerta en su maletero se levantaría y le agarraría el cuello por detrás, susurrándole al oído la persona tan despreciable que era y su incapacidad de tomar decisiones que le beneficiasen a sí mismo. Si fuese otro tipo de persona, habría renunciado a Hydra en cuanto Steve le encontró. Podría estar en ese instante en algún lugar de Alaska, disfrutando de una vida de soledad rodeado de la nieve perpetua que le recordaría que aquel era un destierro y un escondite auto impuesto. Sin embargo, estaba rescatando a mejorados y a científicos que entraban bajo el radar de Hydra. Y, mientras tanto, él jugaba a ser Dios. ¿Cómo decidía quién merecía ser salvado? Según el interés que hubiesen puesto en el objetivo. Por eso, cuando iba al cuartel general, no era capaz de mirar siquiera a aquellas personas que habían dejado de ser humanos para convertirse en armas por su culpa. Detuvo el coche en el aparcamiento contiguo a la piscina, debido a que parte de la fábrica se había derrumbado dándole acceso a su interior, apretó el volante con fuerza. Aquellos pensamientos no le hacían ningún bien. Pero él, empeñado en su auto destrucción, insistía una y otra vez en ellos como si de un masoquista se tratase.

Cuando consiguió tranquilizarse, se bajó del coche. Cogió el bolso de la doctora, y se dirigió hacia la parte trasera del coche, abriendo después el maletero. El rostro en paz de aquella chica le miró, como un aviso de lo que sufriría su alma en el infierno una vez le dejaran morirse. Le colocó el bolso encima y la cogió en brazos, encaminándose hacia el borde de la piscina. Quiso pensar que con aquel ácido, el recuerdo de aquella mujer se diluiría también, pese a saber que no sería así. Tras rezar una oración para salvar su alma, y por qué no, hacer que Dios entendiese aquel acto que había realizado, tiró el cuerpo al ácido, separándose al mismo tiempo para evitar que le salpicase. El trabajo estaba hecho y él podía volver ahora a casa de la doctora para recogerla y llevarla a la Torre Stark.

Una vez se aseguró de que el cadáver se había desecho, volvió al coche y condujo de vuelta hacia la casa, mientras repasaba mentalmente lo que haría al llegar a ella. Solo le quedaba hacer el trabajo más fácil: recoger a la doctora, entrar en la torre y avisar a Furia de su suspensión provisional. Si la hubiese metido en el coche desde un primer momento, se hubiese ahorrado aquel viaje que sólo ponía en peligro su versión de los hechos acontecidos en la casa. Pero, al fin y al cabo, no era la primera vez que salía airoso de aquel tipo de situaciones un tanto comprometidas. Aquel hilo de pensamientos le llevó otra vez al sedante y a las explicaciones que tendría que dar en la Torre una vez llegase.

La casa apareció ante él, casi abruptamente, debido a lo sumido en sus pensamientos que había estado, y aparcó en la puerta. En ese momento, la rapidez lo era todo. Se apeó del coche y abrió la puerta, yendo a paso ligero hasta la habitación sin revisar antes la casa por su Hydra había mandado a alguien para verificar que, al menos, uno de los trabajos que le habían ordenado lo había realizado de acuerdo a las órdenes. Cogió a la mujer y caminó hacia el coche con la misma prisa con la que había entrado. Abrió sin dificultad la puerta del asiento trasero y, con cuidado, la acostó sobre los asientos, sorprendiéndose al comprobar que casi no necesitaba flexionarle demasiado las piernas para que cupiese entera. Cerró la puerta del coche y volvió al porche para cerrar la de la casa, mirando después a su al rededor en busca de testigos. Para su fortuna, no vio nada más que un gato colarse por un valla.

Una vez volvió al coche y se dirigió hacia la Torre Stark, pensó que Hydra estaba empezando a darse cuenta de que fallaba en cosas que antes no lo había hecho. Sus resultados siempre habían sido perfectos hasta que dejaron lavarle el cerebro continuamente, y, eso, empezaba a ser un problema. Lo último que quería era que le reseteasen por miedo a que no volviese a reconocer a sus verdaderos aliados, o que los empezase a recordar al hablar con el psiquiatra de Hydra sobre las cosas que había estado haciendo. Y así descubrirse así mismo sin ser consciente de ello. Cuando empezaba a recordar, se sentía perdido. Pero, cuando trataba de recordar quien era realmente, se sentía perdido porque en la actualidad, tampoco es que lo tuviera demasiado claro. Por eso, se convirtió en su prioridad dejar de informar a los Vengadores sobre los objetivos de Hydra y completar las misiones por poco que le gustase. No podía poner en peligro a nadie de los que habían hecho un esfuerzo sobrehumano para confiar en él.

Casi sin darse cuenta, había llegado a la torre. Aparcó en una zona contigua a las ruinas y se bajó del coche, sacando después a la doctora Byron y se encaminó hacia el interior tras pasar los escáneres de seguridad correspondientes. Era en ese momento donde las cosas se empezaban a torcer aún más. Mientras caminaba hacia la enfermería, sintió las miradas de casi todos sus compañeros puestas sobre él y sobre la mujer que llevaba en brazos. Pero no les dio importancia. Pese a lo que le había inyectado, necesitaba que Banner tratase a Byron para impedir que el tranquilizante hiciera estragos en su cuerpo. Con cuidado, la dejó en una de las camillas y la ató para impedir que cuando se despertase se cayese, y percibió que Wanda se siguió con una curiosidad impropia de ella. Por un momento, sintió a alguien más que no era él en su mente, y comprendió que Wanda estaba buscando la información que quería con un método que siempre funcionaba con él, porque las palabras no eran su fuerte.

“¿Quieres que me quede con ella?” La dulce voz de Wanda se hizo eco en su cabeza, y, ante esa pregunta, simplemente respondió con un asentimiento de cabeza.

Tras dejarla allí, salió de la enfermería y, antes de que pudiera ir a la oficina de Furia para darle las malas noticias, se vio interceptado por Steve, la única persona a la que en esos momentos no quería ver.

“¿Se puede saber qué haces? Acabas de ponernos a todos en peligro entrando sin avisar y más aún con alguien así ¿Cómo puedes ser tan inconsciente James?”

Le miró con una leve mueca de sorpresa dibujada en su rostro. ¿Desde cuando Steve le llama James? En sus recuerdos limitados, no era capaz de recordar que nunca le llamase así. “Relájate. No me ha visto nadie. En el espionaje soy el mejor de todos los que están en esta torre.” Contestó tratando así de calmar a Steve. No esperaba aquella reprimenda por su parte, y mucho menos que lo hiciera en mitad del pasillo donde cualquiera podría escucharles. Una cosa era estar ante Pierce y tener que aguantar sus insultos, y otra estar ante el que se suponía que era uno de sus aliados.

“Creo que si te escuchasen dos personas de las que viven aquí te darían una patada en el culo por decir eso. Pero, aun así ¿quién era esa mujer?” Preguntó incapaz de sentir cómo una parte de su estómago se contraría por culpa de una emoción que no sabría llegar a definir.

“Creo que si esas dos personas me escuchasen, me darían la razón. Tengo más años de experiencia que ellos. Y si no sabes quién es esa mujer, deberías de informarte antes de venir a echarme la bronca como si fueras mi superior, o como si entendieses la misión que me ha mandado Furia. Veo que aún no te ha quedado claro que le gusta compartimentar las cosas.” Explicó tratando de mantener la compostura porque lo que menos le apetecía en aquel instante era tener que discutir precisamente con él después de todo lo que habían vivido en los últimos meses. Aunque, por otra parte, podía tratar de comprender que aquella hostilidad hacia su persona se debía precisamente al tiempo que habían compartido juntos previamente.

“¿Cómo me voy a ir a informar si te acabo de ver con ella? ¿Tengo que saber por arte de magia que te vas a presentar aquí con una adolescente en pijama y completamente inconsciente? Nadie nos había comunicado que íbamos a tener visita. Y si te echo la bronca es porque parece que solo yo me preocupo por mantener un mínimo de orden entre nosotros y que no sea el caos quien cree las jerarquías.” Espetó sabiendo que necesitaba pagar con él la frustración que sentía en aquel momento, pese a que no fuese justo lo que estaba haciendo.

“Toda esta mierda que me estás contando deberías de ir a decírselo a Furia, no a mi. Yo te vuelvo a decir que soy un mandado. Cumplo con lo que me ordenan, y si Hydra me ha ordenado reclutar a esa mujer por lo que ha hecho, ¿qué quieres que haga? ¿Que la mate porque tengo que mantener el orden jefe-soldado? Si fuese así tú ya estarías muerto.” Terminó aquella frase con un tono frío lleno de indiferencia, sin importarle que aquel hombre hubiese sido algo más que su mejor amigo.

“Me hubiese conformado con que avisases para que supiéramos que ibas a venir con alguien más. Podríamos haber tenido preparada una sala especial para atenderla y vigilar sus constantes. Y, para que te quede claro, Sargento Barnes, morí cuando mi nave se estrelló en el hielo en 1945.”

“¿Te sientes bien utilizando el título de mono de feria que te dieron en ese mismo año? Y, para que le quede claro, capitán Rogers, Hydra controla todos los movimientos que hago con el teléfono móvil. Le vuelvo a repetir, capitán, las culpas de que aparezca de la nada, tiene que echárselas a Furia, no a un soldado que solo sigue órdenes, y ni en lo que se supone que es su hogar se libra de un papel que no pidió.” Dijo aquello como si en realidad le estuviese escupiendo las palabras, porque así era como se sentía, y, el visitar la casa de la doctora Byron esa noche, sólo había aumentado su odio por lo que era.

Apretó los dientes al escuchar aquel comentario y cerró las manos en puños. Si no hubieran estado allí y fuese cualquier otro lugar, tenía más que claro que se habría abalanzado sobre él para partirle la cara. Pero, con todos dentro de la torre no podía hacerlo. No quería volver a destrozar aquella sala porque la situación se les fuese de las manos una segunda vez. “Le aseguro, Sargento Barnes que hablaré con él, no pienso quedarme impune ante esto cuando está poniendo en peligro la seguridad de todo el personal que vive aquí. Y, Sargento, ya acordamos que esto no sería un hogar sino un refugio. Si quiere un hogar lárguese de aquí y vaya a fundar uno, pero después no venga llorando cuando le asalten por la noche los recuerdos en forma de pesadillas, porque no habrá nadie que quiera consolarle”

Aquella última frase le dejó helado en el sitio. No debería de haber sacado ese tema, por la seguridad de los muebles que habían sido reemplazados hacía poco tiempo. Se le venían miles de réplicas a la mente ante esa afirmación. Todo lo que veía era cómo todos estaban cómodos en la Torre Stark, y el único que no terminaba de encajar era él. Y si antes se sentía fuera de lugar, después de lo que pasó con Steve, había veces que deseaba no estar allí, sino con Hydra. “Muy bien, capitán. El director Furia le espera en su despacho, y deseo fervientemente que la respuesta que obtenga de él sea satisfactoria. Antes de que se vaya, tengo que decirle que me subestima. Yo no soy tan descuidado como usted. Y si vuelve a insinuar que no se hacer mi trabajo, tenga por seguro que algún día le mostraré qué tan bien se me da hacerlo.”

“Si supiera hacerlo tan bien, no seguiría vivo” masculló entre dientes al escuchar aquel último comentario que le trajo recuerdos que no quería que regresasen a su mente. No quiso verse con él en aquella habitación tratando de comprenderle, de entender por qué tenía aquellos sueños y por qué no dejaba que le ayudase. Tampoco quería recordar los pocos momentos que vivió con él y en los que se detenía cada vez que, sin querer, rozaba aquella extremidad metálica que parecía ser algo completamente prohibido, tanto de mencionar como de utilizar ni aun de forma accidental. Y, pese a saber que aquello que hacían estaba mal, Dios bien sabía que había tenido la paciencia suficiente para aprender de él todo lo que tuviera que enseñarle. Pero cuando llegó el momento en que aquello se había convertido más en un infierno que en una relación en la que no había una confianza mutua, no pudo seguir a su lado porque lo único que se encontraba era una pared ante aquel hombre, la cual nunca sería capaz de derribar.

“Si yo quisiera que estuviese muerto, lo estaría.” Y no pudo añadir nada más porque vio de reojo a una cabeza roja salir de la habitación donde había dejado a la doctora. Seguramente, para impedir la pelea que se hubiese llegado a producir de no haberla visto. Quizá Steve y él no se llegasen a conocer como ellos querían. Pero, con el tiempo y los enfrentamientos, había aprendido la manera de atacarle directamente y así descargar su frustración. Era plenamente consciente de que habría tenido que poner algo más de su parte y explicarle la razón que había detrás de su comportamiento tan distante porque, en realidad, lo que ocurría es que sentía que no se merecía estar a su lado. Y, aquel simple pensamiento, conseguía enfadarle hasta el punto de mandar a la mierda a quien jugaba con su destino poniéndole un obstáculo más difícil que el anterior. Pero sabía que aquello no iba a durar mucho. Algún día, se encontraría con algo que sería más de lo que él soportaría y acabaría hundido, como ya debería de haber estado hacía ya mucho tiempo.

“No digas nada, Natasha.” Susurró cuando la mujer se acercó hasta ellos con el semblante lleno de preocupación por si se enzarzaban en una nueva pelea. “Por suerte para todos, ya hemos terminado la conversación.”