El Soldado de Invierno: La caída de Hydra

Sin título-11.

En cuanto sus ojos se abrieron en aquella sala aséptica, dolorido y casi sin poder moverse, descubrió que algo había salido mal en la misión, pese a que no fuese capaz de recordar el qué. No era más que una misión rutinaria. Solo captar enemigos del  régimen de Hydra y darles un castigo ejemplar para hacer que los rebeldes se afiliaran a la causa, por su bien. Sin embargo, se encontraba tendido en una camilla, rodeado de máquinas que le inyectaban el calmante suficiente como para dejar dormido a un caballo durante días, y una pequeña botella de la cual salía un tubo que se unía a la vía que ya tenía puesta y que no supo ubicar por el nombre. A esas alturas se había acostumbrado a todo lo que tuviesen para él. Sería una tontería negar que había pensado más veces de las que podía contar en suicidarse. Además, también había intentado arrancarse la monstruosidad que sustituía a su brazo izquierdo. ¿Tan mal soldado había sido, luchando por lo que él creía una causa justa, como para que su futuro estuviese teñido de sangre, dolor y miedo?

Aquel brazo le había costado sedaciones involuntarias y más lavados de cerebro de los que, irónicamente, podía recordar. La gran mayoría de cicatrices, que pasaban por daños colaterales de la fijación al hombro, habían sido causadas por él mismo, intentándoselo arrancar. Pierce nunca dio explicaciones a los científicos acerca de la proliferación de cicatrices donde no debería de haber ninguna, pues, en un principio, el trabajo que le habían realizado en el hombro había sido perfecto.

No le echaba la culpa a Steve por no haber ido a buscarle cuando se cayó del tren. Tampoco le culpó cuando hizo que le reconociese, a base de golpes, a bordo del Helicarrier 03 que se caía a pedazos. Ni le culpaba por haberle hecho ver que si vida real había sido otra. Tan solo se culpaba a sí mismo por haber sido tan incrédulo en 1945, cuando cayó en Azzano ante las tropas de Hydra con una tecnología que no conseguían entender. Debería de haber hecho caso a su pequeño Steve interior que le decía, más bien, le gritaba, que no hiciera aquella tontería que le costaría, cuanto menos, la vida a él y al pelotón. Sin embargo, lo hicieron. Se colaron bajo las narices del enemigo para acabar con una de sus bases y quedaron atrapados. Los nazis, o seguidores de Hydra, los utilizaron como esclavos para que construyesen el armamento adaptado a la nueva munición proporcionada por el Teseracto, que servía para borrar del mapa, literalmente, a los enemigos. Y él, como no podía ser de otra manera, acabó convirtiéndose en la rata de laboratorio del doctor Zola. Lo que el científico quería conseguir, era emular el suero que le recorría a Schmidt por las venas y que había tenido éxito, después de ser perfeccionado por Erskine, una vez lo inyectaron en Steve. El objetivo era volver a crear supersoldados utilizando ese suero.

El resultado fue que la piel seguía en su sitio. Tampoco tenía delirios de grandeza. Lo que realmente había conseguido era dotar al Sargento Barnes de una fuerza por encima de lo normal, y había cambiado su metabolismo, haciendo que su organismo respondiese de manera más eficiente a los estímulos externos. Ante estos resultados, los científicos, mientras hacían pruebas con él, cada una más dolorosa que la anterior, intentaban sonsacarle información mientras que él, a medio camino de la inconsciencia, repetía una y otra vez su número de identificación, rango y división en la que se encontraba. Pero, entonces, apareció el perfecto Steve Rogers, siendo tres o cuatro veces más grande de lo que solía ser, para salvarle.

La lucha no fue fácil. El ejército de Hydra les superaba en número y él, para su desgracia, no estaba en condiciones de ayudar. Sin embargo, por no decepcionar al Capitán América, siguió sus órdenes sin quejarse, ayudando en todo lo que podía hasta que llegaron al campamento, siendo recibidos como héroes, y, una vez allí, vio como Peggy y Steve se miraban. Fue en ese entonces cuando una envidia irrefrenable se apoderó de él. ¿Por qué Steve, siendo el chaval enclenque que siempre se metía en peleas de las que no podía salir el solo, encontró a su chica especial? ¿Por qué fue él quien tuvo al alcance de su mano un futuro brillante y feliz cuando acabase la guerra? ¿Por qué no él? Él, lo único que quería, era tener a la mujer rubia que vagamente recordaba, y que hacía que se le hinchase el pecho de algo parecido al amor y a la desesperación, esperándole en el campamento. También pretendía refugiarse en sus brazos, mirarse a los ojos y prometerse cosas que ambos eran plenamente conscientes que no serían capaces de realizar. Solo quería escapar durante unos segundos de aquel escenario macabro donde en el aire flotaban gritos de agonía y la muerte asomaba a cada esquina, dispuesta a guiar una bala hacia carne inocente con tal de tener más almas de las que apropiarse. Pero no pudo ser. Aquella rubia mujer se le escapaba de entre los dedos cuando intentaba recordarla. Y, en su lugar, solo era capaz de rememorar el dolor que sintió cuando vivió algo con ella que no podía evocar. ¿Se habría muerto? ¿O le habría abandonado? Con su suerte, y siendo él el receptor de aquel intenso sentimiento, no le sorprendería que al final hubiesen sucedido ambas cosas.

La guerra hizo estragos en él. Y, nunca fue capaz de recuperarse. No recordaba mucho de su pasado. Solo sabía que desde siempre había tenido tendencias suicidas que nunca le abandonaron pese a que tuviera en ese momento una razón por la que sobrevivir. Desde ese entonces, era incapaz de meterse en una batalla, sin tener la sensación de que aquellos instantes iban a ser los últimos momentos de su miserable y patética vida, y que los iba a malgastar matando a personas que nada le habían hecho.

En su penúltima descongelación, no había sido capaz de detener al Capitán América, pese a que lo hubiera intentado con todas sus fuerzas. Sus palabras seguirían en su mente tiempo después, pensando que de haber sido él quien cumpliese con el papel de Capitán América, él si que habría peleado contra su Doppelgänger hasta vencerle para después llevarle a algún lugar donde recuperase la memoria, y, por qué no, sonsacarle información. Pero, Steve Rogers era un buen hombre. Con un gran corazón. Y su acción de dejarle ir, le costó más de lo que jamás sería capaz de confesarle por temor a su arrepentimiento. Aquella decisión le costó dos meses de criogenización y un entrenamiento doloroso en el que acabaron doliéndole hasta los engranajes del brazo. Pero si Hydra decía que era un pequeño castigo por lo que había provocado, su lado irracional que aún seguía bajo sus órdenes, lo cumpliría buscando ganarse el perdón de aquellos quienes le habían salvado de una muerte horrible en un bosque de Europa Central. Sumado a su esfuerzo por agradar, estaba el hecho de que había máquinas mucho más pequeñas y eficientes que conseguían hacer el trabajo mucho más rápido que él, porque se había convertido en algo obsoleto.

No merecía estar vivo. No merecía estar viviendo en aquella época a la que no pertenecía pese a que, con el paso del tiempo, se había vuelto una persona atemporal que no tenía un lugar claro en el mundo. No terminó de adaptarse a los cambios. Porque, para cuando empezaba a saber cómo funcionaba la tecnología de la época, le volvían a congelar. Si seguían utilizándole era porque intimidaba. Cuando le mandaban a una misión, podía apreciar en el rostro de las personas su miedo a algo que parecía humano. Pero que, sin embargo, tenía un miembro de su anatomía de hierro que sabían perfectamente que era capaz de aplastarles el cráneo haciendo un mínimo esfuerzo. No era más que un monstruo. Y esa palabra era la que escuchaba en los pasillos sin cesar cada vez que pasaba al lado de alguien, junto con el miedo que sentían. Para su resignación, se había convertido en el Hombre del Saco de los adultos.

Por esas circunstancias, se había pasado las últimas semanas saliendo por la mañana para realizar su misión de vigilar los movimientos de una niña asiática que, según Pierce, podría resultar interesante para el futuro adiestramiento de los soldados. Pierce dijo eso ante él, con la misma indiferencia que le había acompañado a lo largo de toda su infancia y que tantas veces había odiado. Esa sensación, junto con el miedo, se habían convertido en algo que le había superado más veces de las que le gustaría admitir. Debido a eso, su camuflaje consistía en parecer una persona normal escondiendo la aberración que tenía por brazo izquierdo con una tecnología que no tenía interés en aprender a utilizar.

Si quería seguir siendo útil para Hydra, debía perfeccionar aquello para lo que le habían programado: observar, informar, asesinar. Si dejaba de ser útil, era plenamente consciente de que su final sería morir en la cuneta de una carretera secundaria casi sin transitar, con un tiro en la nuca que dejaría su cuerpo sobre el suelo en una postura antinatural al caer sin vida sobre este. Y ese pensamiento acerca de su muerte casi pintó una sonrisa macabra en su rostro. No había mejor final para alguien tan despreciable como él. Pero, aún, no podía aspirar a eso. Antes debía cumplir la misión que le habían encomendado y de él dependía la victoria o el fracaso de la misma.

Escuchó la puerta que estaba a su derecha abrirse y miró a ambos soldados con una total indiferencia avanzar hacia él. Por la manera de caminar, de cuadrar los hombros y su expresión, podía deducir que habían sido voluntarios y que estaban orgullosos de sus puestos. Creían los pobres inocentes que la organización para la que trabajaban sería quien sacase a sus familias del ghetto en el que vivían. Creían que una vez neutralizadas todas las amenazas, el mundo se volvería un lugar utópico en el que no habría violencia y solo estaría la paz. Esa paz estaría impuesta por un régimen represivo en el cual habría desapariciones misteriosas por las noches de los rebeldes que se quisieran alzar contra ellos. Y no dudaba de que fuese él mismo quien los hiciera desaparecer. “Oh, sí.” Pensó. “Que mundo más bonito.” Tras ellos dos, apareció Pierce con su nuevo mano derecho y potencial sustituto, Crossbones, el cual era un cúmulo de odio y rabia, contra el Capitán América, Shield y los Vengadores, que acabaría provocando un desliz en el perfecto sistema mundial.

“Sargento Barnes, debido a la emboscada que usted y su grupo sufrieron, queda suspendido de la misión. Mientras se recupera, verá los vídeos que el equipo de seguridad le pasará en tiempo real, para que monitorice y memorice la actividad de su objetivo hasta que pueda volver a incorporarse.”

En cuanto los médicos entraron a la sala y quitaron el frasco pequeño que tanto le había intrigado, descubrió que lo que aquella botella de vidrio transparente de aspecto inocente contenía eran antidepresivos, ya que habían leído el informe no oficial que tenía Pierce sobre sus mejores soldados. No sabía si alegrarse o compadecerse, porque los antidepresivos no conseguían estimular la zona del cerebro necesaria para impedir que le arrebatase el bisturí que asomaba en la bandeja que había a su lado y se rebanase el cuello, de lado a lado, para evitar seguir con aquello.

Pero tenía que ser un buen soldado. Por ello, se dejó arreglar por aquellos dos médicos que había en la sala y que había ignorado previamente. A esas dos personas las había secuestrado él mismo, coartándoles con matar a su familia para lograr que colaborasen con la causa. La doctora Elizabeth Byron estaba empezando a ser un estorbo para él. No quería realizar aquella misiones porque conocía sus límites, al igual que Pierce. Y fue precisamente por eso por lo que le mandó aquel trabajo. Sabía que él prefería cumplir con las que no hubiera que pensar,. Simplemente quería limitarse a ejecutar movimientos más de mil veces repetidos y aprendidos. Sin embargo, le ordenaron vigilar a la doctora. Y, por consecuencia, tendría que pensar y abusar de una paciencia que no tenía para así secuestrarla, e el caso de que fuera necesario, e incorporarla a las filas de científicos que habían sido reclutados a la fuerza. El último al que le mandaron reclutar había sido un verdadero grano en el cul-o Por lo que había perdido completamente el norte al encontrar una actitud de prepotencia en lugar de una sumisión ante su persona, lo que provocó que el pobre doctor acabase con tres balas en la cabeza y con toda su familia masacrada. No quería que nadie fuese tras él en busca de venganza.

Debido a aquel recuerdo, decidió que el mejor final para la doctora tenía que ser ese, independientemente de sus inclinaciones personales, porque no le agradaba  la idea de coartar a una mujer. La versión más llevadera para todos era observarla más detenidamente, y si sus habilidades eran útiles a la causa de Hydra, la mejor manera de acabar con el sufrimiento al que sería sometida era matarla.  Después llevaría el cuerpo a la base y diría que era una anti sistema y que le había gritado que antes de servir a Hydra prefería la muerte, poniendo fin así a su vida.

Sí, no había otra decisión ni otro camino ante aquel que le acababan de presentar. No importaba lo que hiciera o lo mucho que llegase a suplicar por su vida, en el caso de hacerlo. Aquella mujer con aspecto de niña tenía los días contados y, lo único que podía hacer al respecto, era asegurarse de que su muerte fuese rápida e indolora. Mientras aquel pensamiento inundaba su mente con el único afán de apartar otros de ella, cerró los ojos y dejó que los minutos anónimos se fuesen haciendo presente ante él. No sabía el tiempo que tardarían en soltarle. Tampoco tenía prisa alguna por averiguarlo. Sin embargo, no quería seguir siendo el foco de todas aquellas miradas ni de aquella falsa autosuficiencia de Pierce. ¿Creería acaso que habría alcanzado su actual posición de no haber sido por él y por todo lo que había hecho a lo largo de los años? Lo peor de todo, era que seguramente sí.

Nunca supo cuándo le indujeron aquel sueño reparador ni cuándo despertó de este. Lo único que tenía claro era que el reloj de la pared marcaba una hora menos que la última vez que posó los ojos sobre él ¿O habría pasado casi un día desde su conversación con Pierce? Sinceramente, no lo sabía. Pero, si algo tenía claro, era que le traía sin cuidado. Y, al ser consciente de que ya no estaba maniatado a la cama, supo que era hora de comenzar a trabajar de nuevo. De hacerles creer que seguía sirviendo cuando en realidad lo único que quería hacer era salir de allí, dejar todo atrás y elegir la forma en que quería morir. Con aquella idea en mente, salió de aquella sala que a veces le recordaba a las salas de lobotomía de los manicomios de los años 50 y sintiendo aún los estragos de aquella misión fallida, comenzó a caminar hacia la sala de vigilancia que le habían asignado, pese a que lo último que le apeteciese en aquel instante fuera el estar pendiente de la tal Doctora Byron.

La sala llena de pantallas se presentó ante él fría, impersonal. Casi como se sentía a sí mismo en aquel momento. A paso lento, no tenía prisa, al menos, no de momento, se acercó hacia la silla de oficina que había frente a los cinco monitores que había rodeando una mesa, casi como si se tratase de una cabina de pilotaje. Por lo que pudo apreciar en un primer vistazo, cada pantalla reproducía un momento diferente del día, a excepción de la que había en  medio, que parecía ser la principal y la única en tiempo real. Sin demasiado entusiasmo, se inclinó levemente hacia adelante y dejó que sus ojos recorriesen la silueta de aquella mujer que sonreía con suavidad a lo que parecía ser un adolescente. Desde luego, no parecía el típico objetivo que Hydra querría para sí. Sin embargo, era plenamente consciente de que los científicos presentaban un aspecto físico muy diferente al de las personas que reclutaban a modo de soldados. Pero, aún así, le dio la sensación de que aquella mujer parecía muy joven, casi como si la adolescencia no hubiese arrancado aún la máscara de la infancia. ¿Para qué diablos querría a Hydra a alguien tan joven? Lo único que se le ocurrió en aquel momento fue que aquella mujer que había ante él no era lo que aparentaba. Quizás, al igual que él, envejeciese de forma mucho más lenta y por eso pareciese aún una niña. Al ser consciente de que estaba personalizando a su objetivo, cerró los ojos e hizo acopio de toda sus fuerzas por concentrarse. No podía cometer el mismo error dos veces y era plenamente consciente de ello. Una cosa era dejar vivo a alguien que tenía unas capacidades físicas similares a las suyas y otra muy diferente era el no reducir a un objetivo que, a simple vista, no parecía nada del otro mundo, por lo que la única conclusión a la que llegó fue que aquella mujer no era otra cosa que una prueba que les demostraría a todos que seguía siendo el frío y calculador asesino que siempre había sido.

Las horas pasaron silenciosas ante él, siendo estas la única compañía que tuvo en aquella sala a la que poco a poco se fue acostumbrando. Y, en el lapso de las mismas, pudo apreciar como aquella mujer había alentado a varias personas de diferentes rangos de edades a tumbarse sobre una silla que tenía encajada en sí misma una máquina similar a la que usaban con él cuando querían borrarlo. ¿Sería acaso eso lo que buscaba Hydra, alguien que supiese crear la tecnología que Zola? Si era así, el mundo podría apreciar de primera mano el poder que los gobernaría reduciendo su promesa de llevar la armonía a una mera quimera. Y, con aquel pensamiento, fue cuando tuvo claro por qué le había elegido a él. Sabían que si ella mostraba la más mínima insubordinación hacia Hydra él acabaría con su vida por una sencilla razón: Si no trabajaba para la organización, no lo haría para nadie más. Sí, estaba más que claro que Pierce quería cubrirse las espaldas y evitar así que la mujer cayese en manos de Shield quienes seguramente usarían lo que fuera que hiciese contra ellos. Desde luego, el plan era simple: Si no colaboraba con Hydra, moría. Y aquella había sido siempre la política que empleaban por lo que esa vez, no sería la excepción.

La semana siguiente al accidente su rutina se vio reducida a aprender de memoria la de la Doctora Byron. Y, con el paso de los días, pudo apreciar que aquella mujer mantenía una vida tan monótona que sería un blanco excesivamente fácil para cualquiera, por muy torpe que fuese. Por las mañanas, cerca de las ocho, salía de su domicilio, una casa de dos plantas que rebelaba su estatus social acomodado, y caminaba hacia el hospital. En el recorrido, siempre cogía los dos mismos autobuses que la dejarían delante de la puerta trasera de aquel edificio, lugar por el que accedían los empleados. Dentro del hospital, pasaba consulta en el área de psiquiatría y se encargaba de hacer varias pruebas neurológicas especializadas en descubrir los trastornos del sueño. Tras una evaluación completa y exhaustiva, los pacientes que ella misma consideraba aptos para el tratamiento pasaban pocos días después a la sala en la que tenía aquella tecnología en la que creaba su magia ya que las personas que se sometían a esa prueba nunca más regresaban al hospital, ni eran tratados por ella. Y, finalmente, a las ocho de la noche, la doctora salía del recinto, completamente sola, y regresaba a su casa.

La única alteración de aquella rutina tan sencilla, se daba un par de días a la semana, cuando la mujer se detenía en alguna que otra pequeña tienda para poder comprar la comida que necesitaría tanto para la cena como para el desayuno, ya que comía en la cafetería del hospital. Por lo que le quedó muy claro que sería sencillamente fácil asaltarla una vez llegase a su casa en donde él la estaría esperando sin que ella lo supiese. Sí. Aquella misión no podía ser más fácil.